domingo, 27 de noviembre de 2022

AYAMONTE: LA PESCA DEL ATÚN

En 1911, cuando Joaquín Sorolla se encontraba en la cumbre de su carrera, recibió el encargo de la Hispanic Society de Nueva York para realizar un amplio ciclo decorativo de 14 paneles, que representaran las principales regiones de España. El encargo se fraguó gracias a la mediación de Archer Milton Huntington, fundador de aquella institución cultural, que ya había acogido dos exposiciones del pintor valenciano con un extraordinario éxito de público y crítica.

La importancia y las dimensiones de este proyecto (60 metros lineales por 3,5 m. de alto) hicieron que Sorolla de dedicase a él casi por entero durante los últimos años de su vida. Desde la primavera de 1912 hasta junio de 1919 viajó por toda la geografía peninsular, sin apenas ver a su familia, comiendo mal y durmiendo en estrechas fondas, que provocaron que su salud se resintiese.

La intención del artista fue «fijar, conforme a la verdad, claramente, sin simbolismos ni literaturas, la sicología de cada región; quiero dar, siempre dentro del verismo de mi escuela, una representación de España; no buscando filosofías, sino lo pintoresco de cada región. Aunque tratándose de mí no sea necesario decirlo, quiero que conste que estoy muy lejos de la españolada». Para conseguirlo seleccionó temas en los que destacaba la presencia de tipos populares y trajes regionales, pero tratados de forma realista y bien documentada. Con un planteamiento en cierto sentido regeneracionista, trató de reflejar la esencia nacional y el carácter de los lugareños de acuerdo con su psicología, sus costumbres, su paisaje y su patrimonio. Tanto Sorolla como Huntington apuntaron que la serie representaba una España que estaba «a punto de desaparecer» por la llegada de la modernidad.


Andalucía fue la región más representada en el ciclo, con 5 paneles dedicados mayormente a Sevilla. Este cuadro es uno de los más grandes, mide 3,5 x 4,85 m, y es uno de los que mejor sintetiza tanto la finalidad del conjunto como el estilo luminista del maestro. En él hay una íntima interconexión entre el paisaje marino, la luz del sol, completamente desbordada, y las figuras humanas ocupadas en sus faenas. A diferencia de otros paneles de la serie, surge con fuerza el blanco y el azul característico de sus escenas de playa, que aquí organiza cromáticamente toda la composición. La potencia de este cromatismo cegador se complementa con el amarillo del toldo superior, algunos detalles de las ropas de los pescadores y los reflejos dorados del agua en el paisaje del fondo, donde se distingue la costa de Portugal. En primer plano, los atunes se identifican mediante grandes brochazos azules sobre los que salpican manchas rosadas de sangre y de nuevo brillos de blanco. La explosión de color revela también la evolución experimentada por el artista a nivel estilístico, desde composiciones más cerradas, compactas y oscuras, como la de La fiesta del pan (1913), el primer cuadro de la serie, hasta esta de Ayamonte, que es mucho más abierta, desenfadada y vibrante.

Conservamos un telegrama de Sorolla que da noticia de haber dado la última pincelada a este cuadro el 29 de junio de 1919. Justo un año después, el 17 junio 1920, sufrió un ataque de hemiplejia que le dejó postrado en cama y le incapacitó para pintar. Sorolla murió en Cercedilla en agosto de 1923 y los cuadros fueron colgados en la Hispanic Society en 1926, sin que hubiera podido ver in situ el maravilloso homenaje que dedicó a España.

MÁS INFORMACIÓN:

https://hispanicsociety.org/es/visit/galerias/galeria-vision-de-espana-de-sorolla

lunes, 10 de octubre de 2022

LOS HUEVOS FABERGÉ

Estos dos curiosos objetos, tan exquisitos como raros y sofisticados, son dos de los 69 Huevos de Pascua que diseñó el joyero de San Petersburgo Peter Carl Fabergé, entre los años 1885 y 1917. Se conservan ambos en el Museo Fabergé de aquella ciudad, un antiguo palacio donde se pueden admirar en total nueve ejemplares.

En el Norte de Europa, es costumbre regalar huevos decorados el Domingo de Resurrección. Son un símbolo de la nueva vida que nace gracias al sacrificio de Jesús en la Cruz, pero también tienen un origen profano. Los huevos que las gallinas ponían en primavera suponían el final del hambre sufrido durante el invierno, por las duras condiciones climáticas y la prohibición de comerlos durante la Cuaresma. Para señalar su fecha de puesta y recolección, era frecuente que los granjeros los marcasen con pintura, y en la Edad Media comenzaron a intercambiarse como regalo de buena voluntad en las parroquias. En el siglo XVI empezaron a fabricarse con chocolate y a incluir alguna sorpresa en su interior, y hoy la búsqueda de Huevos de Pascua durante la Semana Santa es una tradición importante en muchos países.

En 1885, el zar Alejandro III de Rusia encargó al orfebre Peter Carl Fabergé la construcción de un huevo que quería regalar a su mujer, la zarina María. El artífice diseñó un huevo que contenía dentro otro más pequeño de oro y que, al abrirse, dejaba ver una gallina en miniatura ataviada con la corona imperial rusa. A la emperatriz le gustó tanto que el zar ordenó a Fabergé fabricar un huevo diferente cada año. Esta práctica fue continuada por su hijo Nicolás II, que pidió al joyero otros huevos para regalárselos a su madre y a su mujer Alejandra Fiódorovna. El diseño era siempre un misterio, pues Fabergé trataba de sorprender a la familia real con materiales y piedras preciosas poco comunes, elementos articulados y sorpresas en el interior.

Yo pude fotografiar los dos que reproduzco aquí en una visita al Museo Fabergé realizada hace pocos años. El primero es el llamado Huevo Renaissance, construido con ágata translúcida en 1894. La parte superior está decorada con un enrejado romboidal que parte de un florón central de brillantes y rubíes, en el que figura la fecha escrita con diamantes. La decoración enrejada baja hasta un friso de roleos y palmetas, apoyado en una banda roja con perlas que divide el huevo por la mitad y permite que se abra. Los extremos de este friso están guarnecidos por dos cabezas doradas de león, que sujetan argollas en sus fauces. La parte inferior está articulada por bandas verticales verdes, jalonadas con palmetas azules y perlas, que conducen a un pie decorado con hojas y flores esmaltadas.

El segundo es el denominado Huevo de Laurel y fue fabricado en 1911.Tiene la forma de un árbol en una maceta elevada sobre un podio, flanqueado a su vez por cuatro bolardos unidos por cadenas. Contiene 325 hojas de nefrita, 110 flores de esmalte blanco, 25 diamantes, 20 rubíes, 53 perlas, 219 diamantes talla rosa y un gran diamante talla rosa. Una pequeña palanca disfrazada de fruta, escondida entre las hojas, permite abrir la copa del árbol para que se eleve un pájaro cantor que bate las alas, gira la cabeza, abre el pico y canta.

Hay otros ocho huevos que desaparecieron entre 1917 y 1922, en el contexto de la Revolución Rusa y siguen en paradero desconocido, excepto uno que fue adquirido en 1952 por un coleccionista anónimo. De cuando en cuando reaparecen otras piezas de Fabergé en pública subasta, alcanzando precios absolutamente escandalosos: uno de ellos superó los cinco millones y medio de dólares en una subasta en 1994 y el más reciente fue vendido por 18 millones de dólares en 2007.


viernes, 2 de septiembre de 2022

FELIPE IV Y EL INFANTE DON CARLOS


Estos dos retratos fueron pintados por Velázquez entre 1623 y 1628, cuando fue nombrado Pintor de Cámara de Felipe IV, y poco antes de su primer viaje a Italia. El primero representa al rey vestido de rigurosa etiqueta, con algunos atributos propios de su poder, y el segundo a su hermano el infante Don Carlos, cuando tenía unos veinte años de edad. Los dos tienen un estilo y un cromatismo muy similar, con ese fondo neutro de tonos ocres, tan característico en los retratos de Velázquez.
El parecido físico ha llevado en ocasiones a confundir ambos personajes, pero la postura es ligeramente diferente. Felipe IV tiene alineados los pies en una elegante “L” y tiene un porte más solemne y estirado, que se nota particularmente en la gola del cuello, semejante a una bandeja que sujeta la cabeza. Esta rigidez se explica por su identidad como monarca, que era representante de Dios en la tierra y soberano de todos los reinos de la monarquía hispánica, al decir de Calderón de la Barca. Por el contrario, Don Carlos adopta una actitud más desenfadada y garbosa, con los pies separados y un vistoso tupé que le definen como un gallardo caballero de unos veinte años. Velázquez demuestra su maestría en el tratamiento psicológico del retratado, que nos mira directamente, no sabemos si con simpatía o con recelo. En ambos casos, las manos y el rostro están fantásticamente pintados, y constituyen maravillosos puntos de luz en medio del riguroso vestido negro.

A pesar de que la pose es similar, se distingue la dignidad de los personajes por los atributos con que se adornan. Ambos están colocados de tres cuartos, levemente girados hacia la derecha, vestidos con un elegante traje negro rematado por golilla blanca, de acuerdo con la moda impuesta en la realeza española desde Felipe II. La mano derecha les cuelga recta a lo largo del cuerpo y la izquierda se recoge a la altura de la cintura. Sin embargo, el rey lleva en la derecha una hoja de papel doblada y se apoya con la otra en una mesa sobre la que descansa un sombrero alto. El papel y la mesa son atributos vinculados al poder político: se refieren a un decreto de gobierno que el rey sanciona con su firma sobre la mesa de su despacho. El sombrero colocado de esa guisa es además un trasunto de la corona real. 

Los atributos con que se adorna Don Carlos son más banales: con la mano derecha sujeta de manera distraída un guante entre los dedos, mientras que la izquierda sostiene con naturalidad un sombrero de fieltro. La soberbia cadena dorada que cruza su pecho en bandolera, desde el hombro hasta la cadera, representa su riqueza y su pertenencia a la familia real. De hecho, podría ser un regalo de su hermana María de Hungría, que le fue entregado con motivo de su cumpleaños el 15 de septiembre de 1628, lo cual nos serviría para fechar el cuadro con exactitud. El rey, en cambio, no necesita esos artificios; su poder se presupone en su misma persona y la única joya que lo adorna es el minúsculo Toisón de Oro a la altura del ombligo.

Son estas diferencias iconográficas las que permiten distinguir con mayor claridad a un personaje de otro porque, como decíamos, la confusión ha sido frecuente entre los historiadores del arte y otras personas que se han acercado a los retratos. Valga como ejemplo este precioso poema de Manuel Machado con el que terminamos. ¿A quién de los dos se refiere?

Nadie más cortesano ni pulido

que nuestro Rey Felipe, que Dios guarde,

siempre de negro hasta los pies vestido.

Es pálida su tez como la tarde,

cansado el oro de su pelo undoso,

y de sus ojos, el azul, cobarde.

                   Sobre su augusto pecho generoso,

                  ni joyeles perturban ni cadenas

                  el negro terciopelo silencioso.

                  Y, en vez de cetro real, sostiene apenas

                  con desmayo galán un guante de ante

                  la blanca mano de azuladas venas. 

Este blog pretende ser un recurso didáctico para estudiantes universitarios, pero también un punto de encuentro para todas aquellas personas interesadas por la Historia del Arte. El arte es un testimonio excepcional del proceso de la civilización humana, y puede apreciarse no sólo por sus cualidades estéticas sino por su función como documento histórico. Aquí se analiza una cuidada selección de obras de pintura, escultura y otras formas de expresión artística, siguiendo en ciertos aspectos el método iconográfico, que describe los elementos formales, identifica los temas que representan e interpreta su significado en relación a su contexto histórico y sociocultural.