Esta obra del año 1912, que se conserva en
el Museo Sprengel de Hannover, es un
interesante ejemplo de la fusión entre las diversas vanguardias artísticas producida
en las primeras décadas del siglo XX en Alemania. Fue pintada por August Macke,
uno de los miembros más destacados del grupo expresionista Der Blaue Reiter (El Jinete Azul). Este artista fue capaz de
combinar con habilidad las formas angulosas y los fuertes brochazos,
característicos del Expresionismo, con un concienzudo análisis de los volúmenes
en el espacio, propio del Cubismo, y un efectismo prismático muy dinámico, que
entronca con el Futurismo. El resultado es un magnífico caleidoscopio de siluetas
y colores que enfatiza la dimensión emocional del cuadro por encima de su
contenido.
Todo ello está relacionado con la multiplicidad
de sensaciones que despertaba el tema de la ciudad moderna entre los artistas
de principios del siglo XX, y que podemos ver reflejada en este extracto de La belleza de la metrópolis, por August
Endéll (1908):
«A quien sabe
escucharla, la metrópolis se le aparece como un ser en continuo movimiento,
rico en diversos elementos. A quien camina por ella, le regala paisajes
inagotables, imágenes variopintas y multiformes, riquezas que el hombre no
podrá jamás desentrañar completamente […] Nuestras metrópolis son todavía tan
jóvenes, que sólo ahora su belleza comienza a ser descubierta. Y como todo
tesoro de la cultura, como toda nueva belleza, al comienzo debe encontrar
críticas y prejuicios. El tiempo que ha producido el grandioso desarrollo de la
ciudad, ha creado también los pintores y los poetas que comenzaron a sentir la
belleza y a inspirar en ella sus obras. Pero han estado supeditados a una ola
de sospechas, de bullas, de moralismos. Se les acusa de haber bajado al fango
de las calles, sin siquiera sospechar que precisamente en ello radica su
gloria: ellos encontraron la belleza y grandeza precisamente en los lugares
donde la masa de los hombres pasaba indiferente, en el fango de las calles, en
la refriega y en la maraña del egoísmo y de la sed de ganancia.»
Haciéndose eco de estas sugestiones, Macke retrató con frecuencia escenas urbanas en las que se veía a gente paseando, mirando escaparates, tomando café en una terraza o asistiendo a espectáculos circenses. Al contrario que otros expresionistas, este artista todavía proponía una mirada amable, en la que las figuras femeninas son protagonistas por la riqueza cromática de sus vestidos. El cuadro que nos ocupa, muestra además elevadas dosis de lirismo porque la mujer protagonista está vista de espaldas, mirando hacia el fondo de la composición, como en muchos paisajes románticos del siglo XIX.
El fondo del cuadro está ocupado por las
múltiples formas y efectos que se vislumbran a través de un gran escaparate (de
ahí el título). Allí dentro es posible distinguir, entre un sinfín de objetos y
brillos luminosos, un caballo y una escalera (a la izquierda), varias telas y
joyas (en el centro, en primer plano), y un hombre con chistera inclinándose
frente a un mostrador (en el último plano, justamente donde parece dirigirse la
mirada de la protagonista). ¿Existe alguna una conexión entre el hombre de la
chistera y la mujer que mira desde la calle? Quizás ella le ha descubierto
comprando algo insospechado, o siente cierta envidia por el objeto adquirido, o
simplemente espera en la calle, dudando si debería entrar en la tienda o no.
Estos personajes constituyen un arquetipo
social de plena actualidad por aquel entonces, el de la burguesía consumista que
vivía en las grandes ciudades industriales de Europa. La figura de la mujer
aparece especialmente destacada, pintada justo en el primer tercio de la línea horizontal
de manera fácilmente reconocible. Su figura es monumental y estable, como un pilar
inamovible en medio del caos producido por el resto de los objetos, descompuestos
de forma prismática. Sólo ella parece sobrevivir frente a la intensa agitación
de la ciudad, individualizándose, humanizándose. ¿Hasta cuándo?
Fantástico, sobre todo el detalle del hombre de la chistera.
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